Una hora de esperanza
Habían vivido toda una vida juntos. Desde que se casaron Pedro trabajaba para su familia y Juana se desvivía por él, sus hijos y la casa. Todos los veranos a fuerza de ahorrar podían irse un par de días de vacaciones a las playas del Atlántico, dónde el sol y el paisaje les daban las fuerzas para enfrentar otro año de luchas y también de pequeñas felicidades, si, eran pequeñas para otros pero para ellos ver crecer sanos y buenos a sus hijos, poderles dar cosas sencillas pero que en algunas otras partes del mundo no tenían, aunque fueran necesarias. Lograr que tuvieran una profesión y fueran respetados como personas de bien era todo un orgullo.
Ahora ya estaban casados y hasta les habían dado tres hermosos nietos; que a pesar de que los tiempos habían cambiado, seguian con las mismas costumbres de la familia. Eran una prolongación de esas joyas que eran sus hijos. Todo había sido felicidad hasta aquella mañana cuando Juana, que ya tenía 64 años se desplomó en el piso de la cocina. Pedro ni bien entró se dió cuenta de la gravedad, seguramente era su corazón. Después de llamar una ambulancia trató de reanimarla y no cesaba de besarle las manos mientras le pedía que no lo dejara.
Una vez internada su esposa y cuándo ya había reaccionado, llamó a sus hijos que acudieron de inmediato. Así transcurrieron los días y aunque las esperanzas no declinaban Juana no mejoraba lo suficiente para salir de terapia intensiva.
Para Pedro volver a su casa a la noche se volvía insoportable, todo parecía vacío y hasta sus pasos sonaban huecos.
No obstante, el aire conservaba su perfume, ese olor a limpio entre azahares y limón que hacía que su casa fuera distinta a las demás. Apenas descansaba, él le daba de comer al perro, limpiaba la jaula de los canarios, se bañaba y salía otra vez hacia el sanatorio.
Llegaba siempre agitado y con ansiedad en los ojos, de camino rezaba cómo hacia años no lo hacía. Sólo al ver la mirada de sus hijos cuando llegaba lo dejaban respirar con tranquilidad, esto le anticipaba que por lo menos no había desmejorado.
Se quedó todo el día en la sala de espera y cuándo pudo verla, ella lo miró y acariciándole la cara no sin poco esfuerzo le dijo que siempre estaría con él. Pedro recordó aquel pedido suyo de que no lo dejara y agradeció a Dios.
Los dos sonrieron de la mano. Era la evidencia de sus sentimientos, esas manos juntas testimoniaban toda una vida de sacrificios, de trabajo, algunas necesidades pero sobre todo de mucho amor.
Cuándo el médico le puso una mano en el hombro se dió cuenta de que todo había terminado. Se resistió a creer que aquella sonrisa había sido la última. Lloró desesperadamente y después de avisar a sus hijos por teléfono dispuso todas las cosas para que su amada esposa tuviera un velatorio digno.
Cuándo hubo llegado a la sala velatoria con la congoja a flor de labios y el corazón casi roto, faltándole unos metros para llegar al féretro algo le dijo que las facciones del cadáver mostraban algo raro. A medida de que se acercaba su primera impresión se confirmase.
No reconocía en ese cadáver a quien había sido su mujer. Ya frente a frente supo que esa no era su mujer. Una mezcla rara de sensaciones que nunca podría explicar se apoderó de él y comenzó a reclamar, a insultar. Ya en la oficina de la casa mortuaria trataron de calmarlo llamando al sanatorio y mientras los minutos pasaban, los empleados del sanatorio pasaban el teléfono a varias personas sin que ninguna pudiera explicar lo que había pasado. De acuerdo a los hechos era evidente que se trataba de una equivocación.
De pronto la extraña sensación tan confusa como irritante se fue convirtiendo en una esperanza que lindaba con la fantasía y se acercaba a la felicidad. Tal vez Juana no estuviera muerta. Casi de inmediato llamó a sus hijos que todavía no habían llegado y juntos fueron hacia la clínica. Luego de muchas evasivas y entre idas y vueltas de médicos y demás personal sintió que crecía la esperanza tan anhelada. Pero y si su mujer realmente estaba viva... ¿Por qué no la mostraban?
En realidad estaba en terapia intensiva, pero lamentablemente muerta. Le pidieron disculpas por el infortunado error. Se habían equivocado al entregar el cadáver. El que realmente les correspondía salvar lo acababan de sacar de terapia.
Autora: Susana Sonia Fontenla
Moi lindo.
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